Donde termina la noche by Isabel Cañas

Donde termina la noche by Isabel Cañas

autor:Isabel Cañas [Cañas, Isabel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2022-06-04T00:00:00+00:00


* * *

Tras dar la misa en la capilla a la mañana siguiente, salí y utilicé un atajo que cruzaba el cementerio en el que estaban enterradas generaciones de Solórzano. La costumbre de muchos años fue guiando mis pies; cuando salté por encima del muro bajo volví a ser un chiquillo de ocho años, o doce, o quince, que iba a visitar a mi abuela tras escaparme de la ciudad y sus días infinitos llenos con la escuela y las tareas y las noches eternas en las que me dedicaba a evitar los arrebatos de mi padre borracho.

La casa me observaba por el rabillo del ojo. En vez de jugar conmigo y acosarme con cotilleos de hacía siglos o susurros de voces cantarinas como cuando era niño, mantenía una distancia prudente. Tal vez podía oler el cambio que se había producido en mí. Tal vez sabía lo profundo que había enterrado las partes de mí que le resultaban más interesantes.

Un silencio me envolvió mientras caminaba entre las tumbas y las humildes lápidas envejecidas. Paloma pertenecía a la séptima generación de nuestra familia que vivía en esas tierras; algún día a ella también la enterrarían ahí y sus hijos seguirían viviendo junto a la casa, sus hijas trabajarían bajo ese techo y sus hijos tomarían el relevo con los machetes de los tlachiqueros o pastorearían las ovejas. Y así otra generación se ganaría la vida a la sombra de la familia rubia Solórzano y su maguey.

Bajé la colina hasta donde los habitantes del pueblo enterraban a sus muertos. Había pasado la mayor parte de la noche mirando al techo en la oscuridad, preguntándome qué hacer. Había llegado el momento de dejar de darle vueltas a la cabeza y preguntarle directamente a Titi.

Seguí las instrucciones que me había dado Ana Luisa para explicarme dónde estaba enterrada mi abuela. Mis zapatos dejaban unas profundas huellas en la tierra saturada por el agua de la lluvia. Lo sentí antes de ver su nombre en la tumba: «Alejandra Flores Pérez, fallecida en julio de 1820».

Julio. A mí me ordenaron ese mismo mes. Salí de Guadalajara en otoño; el avance por la carretera era lento, obstaculizado por ejércitos en movimiento y la amenaza de los salteadores, pero había vuelto lo más pronto que había podido.

Pero no fue suficiente.

«¿Por qué no me esperaste?». Me arrodillé a su lado, ignorando el barro que me manchaba los pantalones y cualquier otra cosa, aparte del dolor y la autocompasión. Se me hizo un nudo en la garganta por las lágrimas, así que cerré los ojos y eché atrás la cabeza para mirar el cielo con su pálido sol del invierno. «¿Por qué no te has quedado conmigo?».

De repente se levantó un viento que me alborotó el pelo y desapareció después. Las nubes ralentizaron su avance sobre las colinas que rodeaban el valle. Más allá de los muros de San Isidro, un pastor le silbó a su perro y el aire me trajo su sonido leve y agudo.

Las tumbas estaban en silencio.



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